("Vidas rebeldes") de John Huston
Sinopsis
"Vidas rebeldes", mucho más que una película, es una leyenda. Fue la última película que Marilyn Monroe rodó entera y su producción estuvo llena de calamidades. La mala suerte visitó a sus anchas este trabajo de John Huston sobre el que todavía hoy los aficionados se preguntan qué ocurrió en él realmente. Por lo que se refiere a su argumento, "Vidas rebeldes" es algo así como un choque de trenes psicológico, el que protagonizan tres personajes fronterizos, atormentados e incómodos a los ojos del espectador de esta dura historia de amores soterrados y venganzas larvadas, tres personajes interpretados por Marilyn Monroe, Montgomery Clift y Clark Gable. El rodaje, a las órdenes de John Huston, fue un verdadero desastre: un equipo médico hacía guardia permanente en el estudio para controlar a Clift y a la Monroe, quien podía demorarse varias horas antes de estar lista para salir a escena, mientras Gable, desesperado, ya no sabía qué hacer ni dónde meterse en los interminables tiempos de espera a los que se veía sometido diariamente. El por entonces ya más que maduro Clark Gable murió de un infarto 11 días después del final del rodaje. La película nunca terminó de gustar a los productores de United Artists y pasa por ser un título inacabado que, por razones industriales, fue terminado para rentabilizar la maldición que pareció haberse cebado en él: Gable, Monroe y Clift murieron antes del estreno de la película, la última que Marilyn rodó hasta el final de su papel.
Aquella noche temblaban los cristales con el tráfico nocturno, mientras veía en la tele 'Los inadaptados', traducción literal del título de ese director tan polémico e irregular como inolvidable. Y una perfecta luna llena y la melancólica película de Huston eran mi única compañía en aquella noche imprevista.
Una película cuyo blanco y negro oscila entre el gris sucio de Las Vegas y los radicales contrastes, espesos como tinta china, en las escenas del desierto y sus escasos y perseguidos caballos salvajes, destinados a convertirse en comida enlatada para perros. Seres indómitos como sus personajes, a pesar del duro precio que les cobra la vida por seguir siendo ellos mismos.
Montgomery Clift (su penúltima película), Marilyn Monroe y Clark Gable (última película para ambos). En Gable su vieja naturalidad socarrona aparece empapada por el cáncer terminal, en forma de mirada alejándose del mundo y unos gestos de austero y gentil empaque.
En Marilyn sus ojos son más tristes que nunca y la rodea una solitaria noche añil, con cierto olor a orquídea, a desierto, a tabaco y gasolina. Como en la escena (ver foto, abajo)en que sale tambaleándose de una fiesta, rechaza un beso en la puerta y un baile inocente, poderoso y roto surge involuntario y tierno de sus brazos lánguidos y del mar de sus piernas. Y acaba rodeando lentamente, en abrazo perfecto, el tronco de un árbol. Y allí se queda inmóvil, con una sonrisa delicada, casi frágil, respirando contra la madera viva, en un largo, pleno silencio.
Tres personajes crepusculares, fuertes por pedir el máximo a la vida, libertad y amor, marcados al no conseguirlo. De sonrisa sin destino, pasos en la cuneta, ojos desolados y cuerpos que arden solos. Seres que están hechos para vivir, condenados a muerte por falta de escenario, de playas salvajes y compañeros de juego. Islas delicadas, como los últimos caballos salvajes, convertidas en leyendas malditas. Nadie olvida a este tipo de seres. Algunos les temen, otros les envidian, otros les condenan y unos pocos les admiran; pero siempre desde lejos. Y es que las personas excesivas son incómodas. Planos de tesoros, lámparas mágicas, corazón limpio y hondo, cuerpo con alma y laberintos, percibirán aquellos que se acerquen a su mirada. Pero, en general, y en palabras de uno de los personajes: "Siempre acabo en el mismo lugar en que empecé". Y es que si este mundo es para ellos, lo disimula muy bien.
T.Duncan
The misftists
jueves, 26 de mayo de 2011
El eclipse: Los tiempos muertos en el cine de Antonioni. La humana geografía del vacío
Michelangelo Antonioni
(Ferrara, 1912). Siempre perdurará vivo
Tras colaborar en el guión de "Un pilota ritorna" (1942) de Rossellini y trabajar como ayudante del director Marcel Carné, Antonioni rueda su primer cortometraje, el documental "Gente del Po" (1943-1947). Más tarde, debuta en el largometraje con "Diario di un amor robado (Cronaca di un amore)" (1950), agudo análisis de la crisis de una pareja. Siguen "La signora senza camelie" (1953), dura descripción del mundo del cine, y "Las amigas (Le amiche)" (1955), angustiosa adaptación de la hermosa novela de Pavese "Tra donne sole". En estos trabajos ya se perfilan claramente cuáles serán los temas del director de Ferrara: la dificultad para establecer relaciones auténticas entre las personas, la imposibilidad de comprender la realidad, y el desarraigo de los individuos ante una sociedad neocapitalista, fría y deshumanizada.
En las películas siguientes, Antonioni se aleja de la simple crónica neorrealista, abandona los ambientes burgueses y empieza a narrar el malestar existencial en el mundo proletario. Rueda "El grito (Il grido)" (1957), que describe la trágica historia de un obrero que responde con el suicidio al dolor provocado por el fin de una relación amorosa.
A continuación, Antonioni realiza "La aventura (L' Avventura)" (1960), "La noche (La notte)" (1960), "La eclipse (L'eclisse)" (1962) y "El desierto rojo (Deserto rosso)" (1964), películas con las cuales renueva con ímpetu el cine italiano, tanto en los contenidos como en la forma. Bajo la apariencia de historias policíacas atípicas, sus protagonistas femeninos describen la pérdida, la derrota, el desasosiego; en resumen, todo aquello que el mismo Antonioni define como "incomunicabilità".
Sin embargo, Antonioni no siempre es capaz de controlar la materia que trata, quizás por ser demasiado instintivo o por disponer de una amplia cultura que le impide concentrarse.
En cualquier caso, sus películas son desiguales y, al lado de éxitos indiscutibles, como "El grito (Il grido)", su obra más intensa y más lograda, o "La aventura (L'Avventura)", deslumbrante con sus imágenes y pausas, luces y ruidos, Antonioni rueda obras caducas, que repiten los temas y las situaciones anteriores, con diálogos que rozan el ridículo (en este sentido, es famosa la frase "me duelen los cabellos", pronunciada por Monica Vitti en "El desierto rojo (Deserto rosso"). Las películas siguientes, caracterizadas por una belleza aparente y excesivamente vistosa, repiten estos resultados desiguales: "Blow up - Deseo de una mañana de verano (Blow-up)" (1966) se rueda en Londres y narra una peculiar historia llena de símbolos fáciles y anacronismos del Swinging London; "Zabriskie Point" (1970) se rueda en Estados Unidos y representa una curiosa alegoría sobre los jóvenes y la contracultura, vistos por la mirada apocalíptica de un director de tramoya.
Sólo en "El reportero (Professione reporter)" (1975) volvemos a encontrar la antigua maestría de Antonioni, sobre todo, en los siete minutos del estrepitoso plano secuencia conclusivoEn cambio, sus dos películas siguientes son una apostilla repetitiva, un doloroso retorno al lugar del crimen sin que el enigma sea resuelto. Así "El misterio de Oberwald (Il mistero di Oberwald)" (1980) es un fallido experimento sobre el color mientras que "Identificación de una mujer (Identificazione di una donna)" (1982) es un intento de abordar nuevamente el tema de la "incomunicabilità".
Con la perspectiva actual, el cine de Antonioni se nos presenta irremediablemente efímero: sin seguidores que hayan sabido desarrollar los aspectos menos caducos de su lección (como el uso innovador del lenguaje cinematográfico y la lucidez desesperadamente laica de su mirada), su filmografía es solamente el estéril testimonio de una personalidad inconfundible, para el bien y para el mal.
"El eclipse: la geografía de la nada. M. Antonioni"[/align]
Desde los inicios del arte cinematográfico el establecimiento del espacio tanto
en el aspecto matérico (el fotograma sólo y en conjunción con los que le
siguen), como en el visual y sonoro (centrándonos fundamentalmente en el
ámbito del denominado cine de ficción clásico), parece no tener otra función
que la de contener todo lo que con posterioridad desfilara en la pantalla para
deleite del espectador. Esta supuesta paradoja de la creación de un espacio
con capacidad de anular su existencia o amortiguar su presencia en función de
la supremacía de la narración de hechos y eventos, promulgada y sancionada
a lo largo de los primeros tres decenios del siglo XX por la industria norteamericana,
es puesta en jaque por el film del que pretendemos ocuparnos. Tal diatriba
propugna una serie de reorientaciones en la experiencia estética del
espectador clásico (1) que se acerque a la obra de Antonioni en general, y en
concreto, al film que clausura su célebre trilogía de la incomunicación, El eclipse (2).
Si la intención inicial de nuestras reflexiones es realizar una exégesis sobre
dicha obra para su inclusión en un corpus de textos sobre los espacios públicos,
también debemos establecer que esta idea germinal no será más que una
mera excusa para abordar una nueva manera de concebir el espacio fílmico;
opción generada por una nueva aptitud ante la narración cinematográfica:
ante lo que se narra y cómo se narra.
El eclipse, al igual que sus dos predecesoras, es un trabajo sobre la topografía
de los sentimientos, sobre la incapacidad de los individuos para vehicular
sus emociones, y su discapacidad para comunicarlas. Estas coordenadas
temáticas son explicitadas al inicio del film en la secuencia entre Vittoria y
Ricardo. En el interior de una vivienda el espectador asiste a la ruptura de una
pareja. La puesta en forma de este hecho, dista mucho de la configuración
narrativo-espacial generada por el modelo de narración clásico. Antonioni
adopta en El eclipse una estructura formal que se encuentra en las antípodas
de lo que conocemos como clasicismo, ¿podemos considerar como canónica
una gestión del encuadre y una posterior edición de imágenes, que como establece
Núria Bou (3), rechace el plano contraplano como medio para la concreción
pasional de los personajes? ¿acaso contempla este modelo la posibilidad de la
inacción de los personajes, la anestesia emocional, el deambular sin rumbo
cual espectros que solamente pueden aspirar a un status epifánico casi constante
y a su posterior desaparición en un espacio de marcada referencialidad
realista?
Responderemos a estas cuestiones con un rotundo no, para a continuación
intentar precisar el alcance de esta negación en los niveles estéticos que pretextan
la gestación de este texto. Retomando la escena inicial en la casa de
Ricardo, podemos inferir que nos hallamos ante una configuración del espacio
fílmico que, aunque de marcado e incluso sublimado carácter realista, propone
una ruptura diáfana del espacio clásico. La gestión del encuadre y el particular
uso del montaje, mediante la anulación de la figura canónica de la sutura
de miradas, el plano contraplano, y el cambio operado en el uso del fuera
de campo y el plano subjetivo, generan una escena prototípica de un espaciotiempo
nuevo, y por lo tanto de otra forma de relato. La utilización de estos
recursos promueven una narración en la que el espacio va a alcanzar un status
dramático privilegiado y posiblemente único en el cine de ficción.
Detengámonos brevemente en la elisión de estas figuras canónicas. El rechazo
del plano contraplano produce en el seno del relato la imposibilidad del
encuentro entre las miradas de los personajes; la anulación de la primordial
figura clásica para vehicular y establecer la pasión amorosa, a través del uso
de los primeros planos encadenados de unos ojos que miran a unos ojos que
los miran (retomando a Núria Bou). Los personajes no encuentran respuesta
en el otro, abismándose, de esta manera, en un constante ir hacia un más allá,
una suerte de plus ultra temporal, de vacío existencial. Si la ausencia de esta
figura de montaje sume al personaje en el vacío, el otro coadyuvante que
refuerza esta situación, será el uso particular de un fuera de campo que al
hacerse presencial revela la importancia simbólica de los objetos; vulnerando
el estatuto profilmico del clasicismo (en el que el espacio del plano, su fuera
de campo y su contenido no humano, adquiría la función de contextualizar y
hacer verosímil las acciones y avatares de los personajes, auténticos generadores
de la progresión dramática del relato).
Ante esta novedosa propuesta, en la que la lógica secuencial en sus marcos
espacio-temporales (4) adquieren carta de diferente naturaleza, de nuevo orden
para configurar el universo del film a nivel estético y argumental, surge inevitablemente
la siguiente cuestión ¿cuál va a ser el vector sobre el que se edifica
el relato? El espacio: figura que vertebra la progresión de la narración configurando
un nuevo orden dramático conducido por las figuras de la suspensión
y el vacío.
Si el propio título del film, remite a la opacidad emocional de los personajes y
a su aislamiento, no se revelará entonces el espacio (como contenido y no sólo
como continente) como la única vía posible para realzar esa singladura errática,
ese deambular constante hacia la nada. Un constante caminar sin rumbo
que se materializa en los infinitos juegos de llenos y vacíos del plano, en esas
constantes epifanías y desapariciones de los personajes en estancias de viviendas,
calles, parques, avenidas, espacios de tránsito (puertas, escaleras) en los
que al igual que espectros no dejan constancia de su presencia, de su no vivir.
Espacios desertizados, huérfanos de la figura humana tanto en su presencia
como en su ausencia; topografías que adquieren entidad por sí mismas, que
relevan una densidad significante pocas veces alcanzada en el cine de ficción,
que remarcan su referencialidad realista, su identidad respecto al mundo, al
orbe de los seres que lo transitan.
El eclipse revela un universo en el que los espacios privados (entendamos
como tales las viviendas) se encuentran siempre vulnerados por el exterior
a través de esos lienzos de cristal, de ventanas que permiten la permeabilidad,
la conexión de ambos mundos; denotando la condición
espectatorial del personaje, de individuo que mira el mundo sin participar del
mismo, negando la acción en todo momento. Esta indiferenciación exteriorinterior
es la que posibilita la plasmación de esa inestabilidad, de ese paradójico
movimiento sin acción, cinética inerte que define a los personajes y que
se plasma en esas incorporaciones a medias en el campo visual, en las constantes
posiciones de espaldas a la cámara, en los significativos apoyos de
Vittoria en elementos de la arquitectura interior o exterior (marcos de puertas,
columnas, paredes...) etc., cimentando, más si cabe, ese estatismo.
Dado que el espacio se erige como el aglutinador de la dramaturgia, nos
encontramos con la insalvable paradoja del cambio, de la permutación de las
doctrinas centristas. Si para el cine clásico, de marcada tendencia antropocentrista,
el personaje es el centro del universo diegético, Antonioni parece promulgar
un nuevo universo: en el que la transitoriedad de la existencia humana,
no sólo es relegada, sino más bien reafirmada (en su precariedad existencial)
por la perdurabilidad del espacio como tal. Figura que adquiere dimensiones
casi metafísicas en la sucesión de planos con los que se cierra el film, imágenes
de objetos, construcciones y personas que potencian la trascendencia
temporal del espacio, y de su contenido, lo material, lo perdurable, como contraste
respecto a la insignificancia de la fugaz existencia del hombre moderno.
Los seres que pueblan (o despueblan) los films de Antonioni son siempre
espectadores desde una ventana, abierta al desgaste de la temporalidad
vital.
(1) Es pertinente recordar que al igual que sucede en otras manifestaciones artísticas, el establecimiento de un modelo canónico en el seno de un arte (industrial en este caso) genera en el ámbito de la recepción un espectador modelo, fruto de la experiencia adquirida a lo largo de su interacción con esa maniera de gestar un corpus artístico.
(2) La aventura (L'avventura, 1960 ) y la Noche (La notte,1961)
(3) Nuria Bou: "Plano/Contraplano: de la mirada clásica al universo de Michelangelo Antonioni", y "Michelangelo Antonioni: Arquitectura de la Visión", edición bilingüe italiano-castellano.
(4) Esta vulneración de la norma se evidencia en la ausencia de aplicación los principios de causa y efecto para la concatenación de las diferentes secuencias que componen el film. Es necesario observar el cambio de vestuario de los personajes para colegir la inexistencia de la lógica causa-efecto-espacio-tiempo inherente a la narración clásica.
Fuente:http://www.artnotes.info/archivonoticias/cultura_3.htm
Akira Kurosawa: la tetralogía de cine negro del maestro del cine japonés
De la ingente obra de ese cineasta, monstruo de creatividad que fue el director japonés Akira Kurosawa, quisiera en esta entrada, destacar su maravillosa incursión en el mundo del cine negro. Kurosawa, lo abarca todo, desde adaptaciones al mundo japonés de clásicos shakespirianos, Ran (Ley Lear) o Trono de sangre (Macbeth), a la no menos brillante traslación de " El Idiota" de Fedor Dostoievski; a las obras más genuínas y enraizadas en la cultura de su propio país, como Rashomon, Sanjuro, Johimbo o Barbarroja.Hoy quiero hacer mención especial, en una faceta extraña y a contracorriente llevada a cabo por Kurosawa en el ámbito del cine de su país; me refiero a su incursión en las ciénagas y turbias aguas del cine negro. Kurosawa en sólo cuatro películas, en una tetralogía inolvidable, levanta. hierge poderosas, las bases de un cine negro estrictamente japonés. Utilizando materiales tan diversos como, el neorralismo italiano (Rosselini, De Sica, Visconti), el realismo poético francés (Marcel Carné, René Clair), al mejor, más realista, auténtico, y despojado de los corsés y falsos oropeles y clichés manidos, de los más bellos y austeros filmes sobre el mundo de la delicuencia de la cinematografía norteamericana ( Howard Waks, Fritz Lang y Raoul Walch, entre otros)Los cuatros filmes que integran dicha tetralogía del cine de los bajos fondos japonés, y que en sí misma, sólo con estas cuatro cintas, ya pone en pie este género el maestro Kurosawa en su país son: El perro rabioso; El ángel ébrio; Los canallas duermen en paz; y el Infierno del odio.
De ellas mi preferida es la primera: el perro rabioso. Aunque todas y cada una de estas películas, se consagran como verdaderas obras maestras del séptimo arte.
El perro rabioso (1949), filme, en el que Kurosawa cuenta con la participación de sus dos actores fetiches: Toshiro Mifune y Takashi Shimura, cuenta con el paisaje de un desolado Tokyo de la inmediata postguerra (lazo de unión directa con la "Roma ciudad abierta" de Rosselini, o " El ladrón de bicicletas de De Sica". Narra la frenética búsqueda de un joven detective, Mifune, acompañado de un veterano policía, Shimura, en los bajos fondos de la capital de Japón, para encontrar el arma reglamentaria del primero, robada al joven agente, en la vorágine de la subida a un tranvía. Cada bala del cargador de la pistola de Mifune, supone una víctima, y cada víctima, recae sobre el concepto ético del honor, sobre la responsabilidad del agente que descuidadamente se dejó robar el arma, como una herida sin redención posible. Un código de honor, casi de samurai, un código Bushido, implacable con los propios errores, y el deshonor que conlleva dicho error, convierte la vida del agente que interpreta Mifune en un infierno dantesco, en un tormento existencial. Todo ello, en el marco axficiante del tórrido calor del verano húmedo de Tokyo. Calor y sudor que sientes y palpas en tu propia piel, al contemplar la película.
Plena de escenas inolvidables, podemos destacar, los títulos de crédito, con la faz de un perro rabioso, en primer plano, exudando la espuma de la rabia por la boca. Asimismo esa escena final, entre los árboles de un bosque, en el que Mifune cara a cara con el portador de la pistola, y mientras desde una casa cercana, como en otro mundo, se escucha a una mujer, desgranar las delicadas notas de una pieza al piano, Mifune hace disparar las últimas balas del cargador de su colt reglamentario robado al delincuente; asesino que a la postre devenido como el perro rabioso.
En uno de los disparos, Mifune resulta herido, y en ese instante, surge el sello de marca del maestro japonés; la unción perfecta entre violencia y poesía. Mifune, herido en un brazo, deja descender como una lluvia roja, las gotas de sangre. Desde sus dedos empapados, caen lentamente sobre los pétalos de una blanca margarita, que se tiñe de rojo y vibra, como bajo la lluvia, al sentir descender sobre ella la sangre caliente de un Mifune agotado.
El ángel ébrio, es otra cumbre del cine negro de todos los tiempos. De nuevo Mifune y Shimura se encuentran cara a cara. El primero como un hampón de medio pelo, chulo de prostitutas, y emperador de su micromundo, su pequeño entorno de miseria, que constituye el reino de su barrio. Shimura es un médico alcoholizado (de ahí el título de la película); y entre ambos, de nuevo el neorralismo presente; una charca inmunda y pestilente, que extiende las infecciones y la tuberculosís por todo el barrio. Mifune se cree invulnerable, poderoso en su trono de charcas y pobreza, hasta que cae enfermo por el caballo desbocado de la tísis. Y ya enfermo y débil es despojado de su poder, por los seres cobardes que gobernaba, y que ya moribundo, no le temen. En ese momento, surge, la escéptica, la amargada, la derrotada pero generosa figura del médico Shimura, el ángel ebrio. Pozo de innumerables escenas antológicas también, me queda prendida en la memoria, el sueño casi surrealista, en las profundidades de la fiebre, de un Mifune, que se sueña a la orilla de un mar inmenso, con una barca que a sus ojos hipnóticos deviene en una especie de ataud que le aguarda paciente pero inexorablemente.
Los canallas duermen en paz, describe la trama, metódica, deliberada y perfectamente diseñada, del hijo ( de nuevo grande Mifune) de un empresario de una gran corporación, suicidado por un imperativo moral, contra toda la cúspide de la organización que impelió a su padre al suicidio. Un Mifune, en otras películas, una fuerza de la naturaleza expresiva, a la manera de un Marlon Brando japonés, pasea por esta cinta de venganza, escueto en palabras, sobrio en gestos, contenido hasta el último rictus, en su carrera lenta pero imparable hasta la venganza final. La cual nos lleva a una decepcionante conclusión moral; el mal, el poderoso, siempre acaba venciendo, y los canallas terminan esquivando la justicia de la vida, y duermen y mueren en paz en sus lechos culpables.
Por último: " El infierno del odio ", con otra interpretación austera pero antológica de Mifune, nos pone antes nuestras miradas y nuestras almas, la infernal alternativa , el imperativo moral, de un rico hombre de negocios, en trato para ampliar su empresa a cambio de una fuerte suma de dinero; tras el secuestro del que cree que ha sido víctima su hijo. Los secuestradores piden un rescate. Curiosamente la misma suma de dinero que trabajosamente consigue reunir de los bancos para anexionarse a la otra empresa. Pero los secuestradores han cometido un error, no han secuestrado al hijo del rico industrial, sino al de su chófer. No obstante su error, piden la mima cantidad a cambio de la vida del hijo pequeño de su empleado. Mifune se debatirá entre el valor de una vida humana, la de un niño, sea quien fuera, o su propia ambición personal de cimentar su emporio industrial y económico.
(Juan Manuel Miranda)
De ellas mi preferida es la primera: el perro rabioso. Aunque todas y cada una de estas películas, se consagran como verdaderas obras maestras del séptimo arte.
El perro rabioso (1949), filme, en el que Kurosawa cuenta con la participación de sus dos actores fetiches: Toshiro Mifune y Takashi Shimura, cuenta con el paisaje de un desolado Tokyo de la inmediata postguerra (lazo de unión directa con la "Roma ciudad abierta" de Rosselini, o " El ladrón de bicicletas de De Sica". Narra la frenética búsqueda de un joven detective, Mifune, acompañado de un veterano policía, Shimura, en los bajos fondos de la capital de Japón, para encontrar el arma reglamentaria del primero, robada al joven agente, en la vorágine de la subida a un tranvía. Cada bala del cargador de la pistola de Mifune, supone una víctima, y cada víctima, recae sobre el concepto ético del honor, sobre la responsabilidad del agente que descuidadamente se dejó robar el arma, como una herida sin redención posible. Un código de honor, casi de samurai, un código Bushido, implacable con los propios errores, y el deshonor que conlleva dicho error, convierte la vida del agente que interpreta Mifune en un infierno dantesco, en un tormento existencial. Todo ello, en el marco axficiante del tórrido calor del verano húmedo de Tokyo. Calor y sudor que sientes y palpas en tu propia piel, al contemplar la película.
Plena de escenas inolvidables, podemos destacar, los títulos de crédito, con la faz de un perro rabioso, en primer plano, exudando la espuma de la rabia por la boca. Asimismo esa escena final, entre los árboles de un bosque, en el que Mifune cara a cara con el portador de la pistola, y mientras desde una casa cercana, como en otro mundo, se escucha a una mujer, desgranar las delicadas notas de una pieza al piano, Mifune hace disparar las últimas balas del cargador de su colt reglamentario robado al delincuente; asesino que a la postre devenido como el perro rabioso.
En uno de los disparos, Mifune resulta herido, y en ese instante, surge el sello de marca del maestro japonés; la unción perfecta entre violencia y poesía. Mifune, herido en un brazo, deja descender como una lluvia roja, las gotas de sangre. Desde sus dedos empapados, caen lentamente sobre los pétalos de una blanca margarita, que se tiñe de rojo y vibra, como bajo la lluvia, al sentir descender sobre ella la sangre caliente de un Mifune agotado.
El ángel ébrio, es otra cumbre del cine negro de todos los tiempos. De nuevo Mifune y Shimura se encuentran cara a cara. El primero como un hampón de medio pelo, chulo de prostitutas, y emperador de su micromundo, su pequeño entorno de miseria, que constituye el reino de su barrio. Shimura es un médico alcoholizado (de ahí el título de la película); y entre ambos, de nuevo el neorralismo presente; una charca inmunda y pestilente, que extiende las infecciones y la tuberculosís por todo el barrio. Mifune se cree invulnerable, poderoso en su trono de charcas y pobreza, hasta que cae enfermo por el caballo desbocado de la tísis. Y ya enfermo y débil es despojado de su poder, por los seres cobardes que gobernaba, y que ya moribundo, no le temen. En ese momento, surge, la escéptica, la amargada, la derrotada pero generosa figura del médico Shimura, el ángel ebrio. Pozo de innumerables escenas antológicas también, me queda prendida en la memoria, el sueño casi surrealista, en las profundidades de la fiebre, de un Mifune, que se sueña a la orilla de un mar inmenso, con una barca que a sus ojos hipnóticos deviene en una especie de ataud que le aguarda paciente pero inexorablemente.
Los canallas duermen en paz, describe la trama, metódica, deliberada y perfectamente diseñada, del hijo ( de nuevo grande Mifune) de un empresario de una gran corporación, suicidado por un imperativo moral, contra toda la cúspide de la organización que impelió a su padre al suicidio. Un Mifune, en otras películas, una fuerza de la naturaleza expresiva, a la manera de un Marlon Brando japonés, pasea por esta cinta de venganza, escueto en palabras, sobrio en gestos, contenido hasta el último rictus, en su carrera lenta pero imparable hasta la venganza final. La cual nos lleva a una decepcionante conclusión moral; el mal, el poderoso, siempre acaba venciendo, y los canallas terminan esquivando la justicia de la vida, y duermen y mueren en paz en sus lechos culpables.
Por último: " El infierno del odio ", con otra interpretación austera pero antológica de Mifune, nos pone antes nuestras miradas y nuestras almas, la infernal alternativa , el imperativo moral, de un rico hombre de negocios, en trato para ampliar su empresa a cambio de una fuerte suma de dinero; tras el secuestro del que cree que ha sido víctima su hijo. Los secuestradores piden un rescate. Curiosamente la misma suma de dinero que trabajosamente consigue reunir de los bancos para anexionarse a la otra empresa. Pero los secuestradores han cometido un error, no han secuestrado al hijo del rico industrial, sino al de su chófer. No obstante su error, piden la mima cantidad a cambio de la vida del hijo pequeño de su empleado. Mifune se debatirá entre el valor de una vida humana, la de un niño, sea quien fuera, o su propia ambición personal de cimentar su emporio industrial y económico.
(Juan Manuel Miranda)
Andrei Tarkovsky cine y espiritualidad
"Religión, filosofía y arte -los tres pilares sobre los que descansa el mundo- fueron inventados por el hombre para condensar simbólicamente el infinito". Hijo del poeta Arseni Tarkovsky, recibió una esmerada educación basada en la música y en la lectura de los humanistas italianos. Desde muy joven se interesó por la literatura y la pintura y aprendió lenguas orientales. Se inscribió en la Escuela de Cine VGIK bajo la enseñanza de Mijaíl Romm; sus compañeros de clase y amigos eran Sergéi Parajanov y Mijaíl Vartanov. Su primer film es "La infancia de Iván" (1962), que ganó el León de Oro en el Festival de Venecia. Su siguiente película ya contenía todo lo que Tarkovsky podía dar: épica y espiritualidad, planos de enorme belleza, una filosofía de la historia y del ser. Pero esta película también supuso el primer de sus tropiezos con las autoridades soviéticas, que le acusaron de esteta y reaccionario. Después rodó "Solaris", "El espejo" y "Stalker", considerada su obra maestra, todas ellas con mucho esfuerzo. Tras ella se exilió en Italia, donde rodó "Nostalgia". Gravemente enfermo, y con la ayuda financiera de algunos amigos, consiguión acabar "Sacrificio", muriendo de cáncer de pulmón poco después. "No soy un profeta. Soy un hombre al que Dios ha dado la posibilidad de ser poeta, es decir, de orar de otra manera a como se hace en una catedral"
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