De la ingente obra de ese cineasta, monstruo de creatividad que fue el director japonés Akira Kurosawa, quisiera en esta entrada, destacar su maravillosa incursión en el mundo del cine negro. Kurosawa, lo abarca todo, desde adaptaciones al mundo japonés de clásicos shakespirianos, Ran (Ley Lear) o Trono de sangre (Macbeth), a la no menos brillante traslación de " El Idiota" de Fedor Dostoievski; a las obras más genuínas y enraizadas en la cultura de su propio país, como Rashomon, Sanjuro, Johimbo o Barbarroja.Hoy quiero hacer mención especial, en una faceta extraña y a contracorriente llevada a cabo por Kurosawa en el ámbito del cine de su país; me refiero a su incursión en las ciénagas y turbias aguas del cine negro. Kurosawa en sólo cuatro películas, en una tetralogía inolvidable, levanta. hierge poderosas, las bases de un cine negro estrictamente japonés. Utilizando materiales tan diversos como, el neorralismo italiano (Rosselini, De Sica, Visconti), el realismo poético francés (Marcel Carné, René Clair), al mejor, más realista, auténtico, y despojado de los corsés y falsos oropeles y clichés manidos, de los más bellos y austeros filmes sobre el mundo de la delicuencia de la cinematografía norteamericana ( Howard Waks, Fritz Lang y Raoul Walch, entre otros)Los cuatros filmes que integran dicha tetralogía del cine de los bajos fondos japonés, y que en sí misma, sólo con estas cuatro cintas, ya pone en pie este género el maestro Kurosawa en su país son: El perro rabioso; El ángel ébrio; Los canallas duermen en paz; y el Infierno del odio.
De ellas mi preferida es la primera: el perro rabioso. Aunque todas y cada una de estas películas, se consagran como verdaderas obras maestras del séptimo arte.
El perro rabioso (1949), filme, en el que Kurosawa cuenta con la participación de sus dos actores fetiches: Toshiro Mifune y Takashi Shimura, cuenta con el paisaje de un desolado Tokyo de la inmediata postguerra (lazo de unión directa con la "Roma ciudad abierta" de Rosselini, o " El ladrón de bicicletas de De Sica". Narra la frenética búsqueda de un joven detective, Mifune, acompañado de un veterano policía, Shimura, en los bajos fondos de la capital de Japón, para encontrar el arma reglamentaria del primero, robada al joven agente, en la vorágine de la subida a un tranvía. Cada bala del cargador de la pistola de Mifune, supone una víctima, y cada víctima, recae sobre el concepto ético del honor, sobre la responsabilidad del agente que descuidadamente se dejó robar el arma, como una herida sin redención posible. Un código de honor, casi de samurai, un código Bushido, implacable con los propios errores, y el deshonor que conlleva dicho error, convierte la vida del agente que interpreta Mifune en un infierno dantesco, en un tormento existencial. Todo ello, en el marco axficiante del tórrido calor del verano húmedo de Tokyo. Calor y sudor que sientes y palpas en tu propia piel, al contemplar la película.
Plena de escenas inolvidables, podemos destacar, los títulos de crédito, con la faz de un perro rabioso, en primer plano, exudando la espuma de la rabia por la boca. Asimismo esa escena final, entre los árboles de un bosque, en el que Mifune cara a cara con el portador de la pistola, y mientras desde una casa cercana, como en otro mundo, se escucha a una mujer, desgranar las delicadas notas de una pieza al piano, Mifune hace disparar las últimas balas del cargador de su colt reglamentario robado al delincuente; asesino que a la postre devenido como el perro rabioso.
En uno de los disparos, Mifune resulta herido, y en ese instante, surge el sello de marca del maestro japonés; la unción perfecta entre violencia y poesía. Mifune, herido en un brazo, deja descender como una lluvia roja, las gotas de sangre. Desde sus dedos empapados, caen lentamente sobre los pétalos de una blanca margarita, que se tiñe de rojo y vibra, como bajo la lluvia, al sentir descender sobre ella la sangre caliente de un Mifune agotado.
El ángel ébrio, es otra cumbre del cine negro de todos los tiempos. De nuevo Mifune y Shimura se encuentran cara a cara. El primero como un hampón de medio pelo, chulo de prostitutas, y emperador de su micromundo, su pequeño entorno de miseria, que constituye el reino de su barrio. Shimura es un médico alcoholizado (de ahí el título de la película); y entre ambos, de nuevo el neorralismo presente; una charca inmunda y pestilente, que extiende las infecciones y la tuberculosís por todo el barrio. Mifune se cree invulnerable, poderoso en su trono de charcas y pobreza, hasta que cae enfermo por el caballo desbocado de la tísis. Y ya enfermo y débil es despojado de su poder, por los seres cobardes que gobernaba, y que ya moribundo, no le temen. En ese momento, surge, la escéptica, la amargada, la derrotada pero generosa figura del médico Shimura, el ángel ebrio. Pozo de innumerables escenas antológicas también, me queda prendida en la memoria, el sueño casi surrealista, en las profundidades de la fiebre, de un Mifune, que se sueña a la orilla de un mar inmenso, con una barca que a sus ojos hipnóticos deviene en una especie de ataud que le aguarda paciente pero inexorablemente.
Los canallas duermen en paz, describe la trama, metódica, deliberada y perfectamente diseñada, del hijo ( de nuevo grande Mifune) de un empresario de una gran corporación, suicidado por un imperativo moral, contra toda la cúspide de la organización que impelió a su padre al suicidio. Un Mifune, en otras películas, una fuerza de la naturaleza expresiva, a la manera de un Marlon Brando japonés, pasea por esta cinta de venganza, escueto en palabras, sobrio en gestos, contenido hasta el último rictus, en su carrera lenta pero imparable hasta la venganza final. La cual nos lleva a una decepcionante conclusión moral; el mal, el poderoso, siempre acaba venciendo, y los canallas terminan esquivando la justicia de la vida, y duermen y mueren en paz en sus lechos culpables.
Por último: " El infierno del odio ", con otra interpretación austera pero antológica de Mifune, nos pone antes nuestras miradas y nuestras almas, la infernal alternativa , el imperativo moral, de un rico hombre de negocios, en trato para ampliar su empresa a cambio de una fuerte suma de dinero; tras el secuestro del que cree que ha sido víctima su hijo. Los secuestradores piden un rescate. Curiosamente la misma suma de dinero que trabajosamente consigue reunir de los bancos para anexionarse a la otra empresa. Pero los secuestradores han cometido un error, no han secuestrado al hijo del rico industrial, sino al de su chófer. No obstante su error, piden la mima cantidad a cambio de la vida del hijo pequeño de su empleado. Mifune se debatirá entre el valor de una vida humana, la de un niño, sea quien fuera, o su propia ambición personal de cimentar su emporio industrial y económico.
(Juan Manuel Miranda)
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